Por Adriana Herrera
Especial/El Nuevo Herald
http://www.elnuevoherald.com/2012/04/01/1166370/juan-manuel-echavarria-el-arte.html
Hay un cielo de bellas pinceladas azules y un ancho río de tono
celeste y una casita completamente pintada con esos colores del cielo y el agua
que dividen los planos horizontales de la pintura de Zereida. El resto de la
composición contiene representaciones del inmenso campo verde, carreteras de
tierra, caseríos dispersos y figuritas punteadas de negro o rojo, con trazos
que evocan la infancia. Pero el ingenuo encanto de la pintura se quiebra frente
al título: La muerte de mi hijo y mi
esposo, complementado con un número de archivo - B062-0440- que remite a la
serie de talleres que el artista Juan Manuel Echavarría (Bogotá, 1947) adelantó
con ex combatientes (a menudo víctimas y victimarios) de esa guerra en Colombia
que los habitantes de la urbe, y sobre todo los de llamados estratos altos, no
han visto.
Excepcionalmente,
Zereida firmó esa pintura hecha con vinilos sobre madera que es su memoria
personal, la mirada herida por la muerte en medio de lo que con conveniente
eufemismo se llama “el conflicto”, pero es una guerra de inenarrable violencia.
Como ésta ocurre lejos de los ciudadanos vanidosos de las ruidosas urbes que,
como lo ejemplificara José Martí, dan por bueno el orden siempre y cuando
tengan parte en el poder o les crezca la alcancía, se trata de La guerra que no hemos visto.
De
ahí, el título de la exhibición que reúne en el Frost Art Museum 17 pinturas realizadas
por ex guerrilleros, ex paramilitares, o soldados, y campesinos familiares de
los asesinados, que forman parte de una práctica artística destinada a quitar
el velo de la mirada ajena y las vendas en la boca de la indiferencia.
Hay
una narrativa puntual y desgarradora en cada pintura. Los punteados negros y
rojos en la pintura de Zereida diferencian muertos y uniformados –todos los
uniformados- y en lápiz están escritos los nombres geográficos de los lugares
-Alta Manga, el Cedro, Puerto Rosario- o simplemente el “puesto de salud” donde
pintó cómo fue que vinieron los armados a rematar al herido. En la casita celeste
hay otro cuerpo agujereado por las balas.
Para
quienes no conocen la realidad de las zonas rurales en Colombia, la
representación de un campo de fútbol, puede parecer sólo un deporte. Pero esas
figuras circulares que aparecen en otras pinturas no son balones: son los
decapitados con los que tantas veces han practicado balompié los paramilitares.
Y las pinceladas rojas que se extienden desde los cuerpos hacia la pared en
otras piezas no son gestos expresionistas: son representaciones ingenuas, pero literales,
del modo en que se han pintado tantas paredes de los pueblos colombianos con la
sangre de los masacrados.
La
exhibición, realizada en conjunción con la Fundación Puntos de Encuentro que
dirige Echevarría y curada por Ana Tiscornia, quien también fue comisaria de la
enorme muestra originalmente presentada en el Museo de Arte Moderno de Bogotá,
funciona como “un intento de alterar el tejido cultural que ha ‘normalizado' la
violencia en Colombia”. Y acierta. Las pinturas narran, a modo de documentación
pictórica, no verbal, episodios de esa
violencia que cerca a los habitantes rurales con una insidia de la que no
logran escapar. Pintar lo intransmisible
es hacer ver la guerra que no hemos visto y devolverle a ésta su carácter de
inadmisible. Convertida en hecho no sólo cotidiano, sino lejano, para el otro
país que se mueve en un número limitado de sectores de las capitales, la
violencia ha dejado de ser un escándalo. No tiene a menudo nombres propios, es
anónima como la mayoría de estas pinturas que por protección fueron hechas por
manos que no se identifican, pero no por ello –nos lo recuerda cada una de
estas obras- es inexistente.
De hecho, otra serie de Juan Manuel
Echavarría, está conformada por 85 fotografías tomadas en las tumbas de los NN, que han sido construidas
como altares de pedir favores por los habitantes de Puerto Berrío que rescatan
los muertos sin nombre y arrojados al río y los adoptan, en un rito de
esperanza colectiva.
Estamos en todo caso de un tipo de arte
político donde el trabajo del artista no consiste en la ejecución de una obra
visual –que de existir es secundaria- tanto como en la voluntad de incidir en
la mirada colectiva. A través del testimonio inapelable de los participantes en
la violencia convocados a pintar la guerra vivida, hay un registro de la vida
cotidiana que narra una verdad que excede lo contable y que enfrenta al
espectador a un “espejo de la historia” que arranca el velo de la indiferencia
que cubre el horror de la guerra y lo convierte en lo que es: un escándalo que
el ojo preferiría no haber visto, pero cuya visión punzante no podrá negar ya
más.
La
guerra que no hemos visto.Frost Art Museum. Hasta el 1 de julio. The Patricia & Phillip Frost
Art Museum. FIU, University Park. 10975 SW 17th Street
Tel. 305.348.289
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